sábado, 4 de julio de 2009

lo importante siempre son las mentes

Durante tres semanas no abandonó el cuarto cerrado del sótano. Al principio arañaba con sus largas uñas el acolchado que él había ayudado a colocar y que recubría paredes y puerta. Gritaba y daba golpes, rasgaba el colchón y las almohadas, que eran los únicos muebles en la pequeña habitación, y después gritaba de nuevo. Sólo Harod, sentado en el estudio de sonido junto a la celda, podía oír sus gritos.
No se comía lo que él le pasaba por la abertura baja de la puerta. A los dos días no se levantó del colchón y se quedó acurrucada, sudando y temblando alternativamente, gimiendo débilmente en un momento dado y gritando con una voz inhumana después. Al final, Harod se quedó en la habitación con ella durante tres días y tres noches, ayudándole a ir al cuarto de baño de al lado cuando ella ya podía sentarse, aseándola y cuidando de ella. Finalmente, después de quince días, durmió veinticuatro horas seguidas, y Harod la bañó y vendó los arañazos que se había infligido a sí misma. Mientras pasaba la toallita por sus mejillas pálidas, por sus pechos perfectos y por sus muslos cubiertos de sudor, pensó en todas las veces que había contemplado su cuerpo vestido de seda en el despacho y deseó que no fuera una «neutral».
Después de bañarla y secarla, la había vestido con un pijama suave, cambiado las sábanas y mantas sucias y dejado sola para dormir.
María Chen había salido de aquella habitación después de la tercera semana con su actitud y sus maneras ligeramente distantes tan intactas y perfectas como su pelo, vestido y maquillaje. No hablaron nunca de aquellas tres semanas. La chica más joven se rió tontamente y levantó los brazos por encima de la cabeza, al mismo tiempo que le decía alguna cosa a la amiga. Harod las miró a través del vapor. Sus ojos negros eran agujeros bajo los pesados párpados. La chica de más edad parpadeó varias veces y dejó la toalla. Sus pechos eran firmes y pesados. La más joven pareció sorprenderse, con los brazos aún por encima de la cabeza. Harod vio el vello suave bajo sus brazos y se preguntó por qué las chicas alemanas no se depilaban. La más joven comenzó a decir algo y empezó a desanudar su toalla. Sus dedos hurgaban como si estuvieran dormidos o no estuvieran acostumbrados a hacerlo. La toalla cayó en el momento en que la chica mayor levantaba las manos hacia los pechos de su hermana. «Hermanas», pensó Harod mientras entrecerraba los ojos para saborear las sensaciones físicas. «Kirsten y Gabi.» Con dos no era fácil.

Los Vampiros de la Mente, de Dan Simmons

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