jueves, 16 de julio de 2009

Animales moribundos

Elegy es una adaptación al cine (2008) de la directora Isabel Coixet de la novela 'El animal moribundo' (2001) de Philip Roth, autor también de "la Mancha humana". En ella Roth retoma alguno de los temas recurrentes de sus novelas: la pulsión sexual, la confesión íntima y la decadencia física del cuerpo; sexo y muerte.

En el libro, el protagonista, David Kepesh, (Ben Kingsley en la película) a sus ochenta años y de manera retrospectiva, confiesa a un personaje desconocido una de sus últimas experiencias sentimentales: la que mantuvo con Consuelo Castillo, una joven cubana, casi cincuenta años más joven que él (Penélope Cruz en la película). Desde que la revolución de los sesenta lo liberó de sus ataduras familiares, Kepesh, profesor universitario, famoso periodista, un hombre seductor, inteligente y culto, ha vivido al margen de cualquier compromiso. Y tiene una rica fuente para sus conquistas dentro de sus propias clases. A las puertas de la vejez, la vitalidad y la hermosura de Consuelo enfrentarán al protagonista con el significado de su vida.

Pero con el tiempo los celos y el miedo a la pérdida lo traicionan y la pareja se distancia. Sin superar el tener que estar solo, sin ella, Kepesh se refugia en su profesión. Dos años después y tras afrontar la muerte de su mejor amigo (Dennis Hopper en la película), ella reaparece en su vida con una petición que hacerle y una noticia que, seguramente, va a cambiar sus vidas.

La conocí hace ocho años. Asistía a mi clase. Ya no me dedico a la enseñanza a jornada completa y, en rigor, no enseño literatura en absoluto, sino que, desde hace varios años, doy una sola clase, un importante seminario de escritura crítica para estudiantes de último curso que se denomina Crítica Práctica. Atraigo a muchas alumnas, por dos razones: porque es una materia con una fascinante combinación de encanto intelectual y encanto periodístico, y por que me han escuchado en la NPR, donde hago crítica de libros, o me han visto en el Canal 13 hablando de temas culturales. La tarea que he realizado durante los últimos quince años como crítico cultural en el programa de televisión me ha dado una considerable fama local y por ese motivo les atrae mi clase. Al principio, no me daba cuenta de que salir en la tele una vez a la semana durante diez minutos podía ser tan impresionante como resulta serlo para estas alumnas. Pero la celebridad las atrae sin remedio, por muy insignificante que pueda ser la mía.
Ahora bien, como sabes, soy muy vulnerable a la belleza femenina. Cada uno está indefenso contra algo, y yo lo estoy en ese aspecto. Veo la belleza y me ciega para todo lo demás. Asisten a mi primera clase y sé casi de inmediato cuál de ellas es la chica apropiada para mí. Hay un relato de Mark Twain en el que éste huye de un toro y se esconde en la copa de un árbol; el toro alza los ojos para mirarle y piensa: «Usted es mi carne, señor». Pues bien, ese «señor» se transforma en «jovencita» cuando las veo en clase. Desde entonces han pasado ocho años; yo tenía ya sesenta y dos, y la chica, que se llama Consuelo Castillo, veinticuatro. No es como los demás alumnos de la clase, no parece una estudiante, por lo menos no parece una estudiante normal y corriente. No es una ado-lescente a medias, no es una de esas chicas que adoptan poses desgarbadas, de aspecto descuidado y que tienen continuamente latiguillos como «o sea» en la boca. Habla con propiedad, es seria, su postura es perfecta; parece saber algo de la vida adulta, junto con la manera de sentarse, permanecer en pie y caminar. En cuanto entras en la clase, te das cuenta de que esa chica o bien sabe más o desea saber más.


¿No fue Yeats quien lo dijo? «Consume mi corazón; enfermo de deseo / Y atado a un animal moribundo / No sabe lo que es.» Yeats. Sí. «Prendido en esa música sensual», y así sucesivamente. Tocaba a Beethoven y me masturbaba. Tocaba a Mozart y me masturbaba. Tocaba a Haydn, Schumann, Schubert y me masturbaba con su imagen en la mente. Porque no podía olvidar sus senos, aquellos senos carnosos, los pezones y la manera en que me cubría la polla con los senos y me acariciaba así. Otro detalle. Un último detalle y me detendré. Me estoy poniendo un poco técnico, pero esto es importante. Esto era el toque que hacía de Consuelo una obra maestra de la volupté. Es una de las pocas mujeres que he conocido que se corre empujando la vulva hacia fuera, empujándola hacia fuera involuntariamente, como un cuerpo de bivalvo, blando, sin segmentar y burbujeante. La primera vez me tomó por sorpresa. Lo notas y sientes esa fauna de otro mundo, un ser marino. Como si estuviera relacionada con la ostra o el pulpo o el calamar, una criatura procedente de miles de metros bajo la superficie y de un tiempo remoto e incalculable. Normalmente ves la vagina y puedes abrirla con las manos, pero en el caso de Consuelo se abría por sí sola, el coño salía por sí mismo de su escondrijo. Los labios internos sobresalían, se hinchaban hacia fuera, y esa hinchazón sedosa y viscosa es muy excitante, estimulante tanto para el tacto como para la vista. El secreto arrobadamente expuesto. Schiele habría bebido los vientos por pintarlo. Picasso lo habría convertido en una guitarra.
Casi podías correrte al ver cómo se corría ella. Miraba hacia arriba y sólo le veías el blanco de los ojos, y eso también era algo digno de verse. Toda ella era digna de verse. Al margen de la agitación causada por los celos, al margen de la humillación y la incertidumbre interminables, siempre me enorgullecía lograr que se corriera. A veces ni siquiera te preocupas de si una mujer se corre o no: es algo que sucede, la mujer parece ocuparse de ello por sí misma y tú no tienes que responsabilizarte. Con otras mujeres no hay ningún problema; la situación es suficiente, hay bastante excitación y nunca se plantean dudas.
Pero en el caso de Consuelo, sí, la responsabilidad era indudablemente mía y siempre, siempre
era una cuestión de orgullo.

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