sábado, 2 de mayo de 2009

Epidemias y cortinas de humo

En las primeras veinticuatro horas, dijo, si era verdadera la noticia, que circuló, hubo cientos de casos, todos iguales, todos sobrevinieron del mismo modo, instantáneamente, con una ausencia desconcertante de lesiones, sólo esa blancura resplandeciente en el campo visual, sin dolor antes y sin dolor después. Al segundo día se dijo que había cierta disminución en el número de casos, se pasó de los centenares a las decenas, y eso llevó al Gobierno a anunciar que, de acuerdo con las perspectivas más razonables, la situación pronto estaría bajo control. A partir de este momento, salvo algunos comentarios sueltos que no se pueden evitar, el relato del viejo de la venda negra no será seguido al pie de la letra, siendo sustituido por una reorganización del discurso oral, orientada en el sentido de valorizar la información mediante el uso de un vocabulario correcto y
adecuado. Esta alteración, no prevista antes, está motivada por la expresión bajo control, nada vernácula, empleada por el narrador, que poco a poco lo va descalificando como relator complementario, importante sin duda, pues sin él no tendríamos manera de saber lo que ha pasado en el mundo exterior, como relator complementario, decíamos, de estos extraordinarios acontecimientos, cuando se sabe que la descripción de cualquier hecho gana con el rigor y la propiedad de los términos usados. Volviendo al asunto, el Gobierno excluyó la hipótesis inicial de que el país se encontrase bajo la acción de una epidemia sin precedentes conocidos, provocada por un agente mórbido aún no identificado, de efecto instantáneo, con ausencia total de señales previas de incubación o de latencia. Se trataría, pues, de acuerdo con la nueva opinión científica y la consecuente y actualizada interpretación administrativa, de una casual y desafortunada 92 concomitancia temporal de circunstancias, de momento tampoco averiguadas, y en cuya exaltación patogénica ya era posible, acentuaba el comunicado del Gobierno, a partir de los datos disponibles, que indican la proximidad de una clara curva descendente, observar indicios tendenciales de agotamiento. Un comentarista de la televisión tuvo el acierto de dar con la metáfora justa cuando comparó la epidemia, o lo que fuese, con una flecha lanzada hacia arriba, y que, tras alcanzar el punto más alto en su ascenso, se detiene un momento, como suspendida en el aire, y empieza luego a describir la obligada curva de caída, que, si Dios quiere, y con esta invocación regresaba el comentarista a la trivialidad de las expresiones humanas y a la epidemia propiamente dicha, la gravedad tratará de acelerar hasta que desaparezca la terrible pesadilla que nos atormenta, media docena de palabras éstas que se repetían constantemente en los distintos medios de comunicación, que acababan siempre por formular el piadoso voto de que los infelices ciegos recuperen en breve la visión perdida, prometiéndoles, entretanto, la solidaridad de todo el cuerpo social organizado, tanto el oficial como el privado. En un pasado remoto, razones y metáforas semejantes eran traducidas por el impertérrito optimismo de la gente común en dicterios como éste, No hay bien que siempre dure, ni mal que no se ature, o, en versión literaria, Del mismo modo que no hay bien que dure siempre, tampoco hay mal que siempre dure, máximas supremas de quien tuvo tiempo para aprender con los golpes de la vida y de la fortuna, y que, trasladadas a tierra de ciegos, deberían leerse como sigue, Ayer veíamos, hoy no vemos, mañana veremos, con una ligera entonación interrogativa en el tercio final de la frase, como si la prudencia, en el último instante, hubiera decidido, por si acaso, añadir la reticencia de una duda a la esperanzadora conclusión.
Desgraciadamente, pronto se demostró la inanidad de tales votos, las expectativas del Gobierno y las previsiones de la comunidad científica se las llevó el agua. La ceguera iba extendiéndose, no como una marea repentina que lo inundara todo y todo lo arrastrara, sino como una infiltración insidiosa de mil y un bulliciosos arroyuelos que, tras empapar lentamente la tierra, súbitamente la anegan por completo. Ante la alarma social, a punto de desencadenarse, las autoridades convocaron a toda prisa reuniones médicas, sobre todo de oftalmólogos y neurólogos. Visto el tiempo que se tardaría en organizarlo, no se llegó a convocar el congreso que algunos preconizaban, pero, en compensación, no faltaron coloquios, seminarios, mesas redondas, abiertas unas al público, otras a puerta cerrada. El efecto conjugado de la patente inutilidad de los debates y los casos de algunas cegueras repentinas, sobrevenidas en medio de las sesiones, con el orador gritando, Estoy ciego, estoy ciego, llevaron a los periódicos, la radio y la televisión a dejar de ocuparse casi por completo de tales iniciativas, exceptuando el discreto y a todas luces loable comportamiento de ciertos medios de comunicación social que, viviendo a costa de sensacionalismos de todo tipo, de las gracias y desgracias ajenas, no estaban dispuestos a perder ninguna ocasión que se presentara de relatar en directo, con el dramatismo que la situación justificaba, la ceguera súbita, por ejemplo, de un catedrático de oftalmología.
La prueba del progresivo deterioro del estado de espíritu general la dio el propio Gobierno, alterando dos veces, en media docena de días, su estrategia. Primero creyó que sería posible circunscribir aquel extraño mal confinando los afectados en unos cuantos espacios discriminatorios, como el manicomio en que nos encontramos. Luego, el crecimiento inexorable de los casos de ceguera llevó a algunos miembros influyentes del Gobierno, temerosos de que la iniciativa oficial no cubriera las necesidades, de lo que se deriva rían graves costes políticos, a defender la idea de que debería ser cosa de las familias el guardar a sus ciegos en casa, sin dejarlos ir a la calle, a fin de no complicar el ya difícil tráfico, ni ofender la sensibilidad de las personas que aún veían con los ojos que tenían y que, indiferentes a las opiniones más o menos tranquilizadoras, creían que el mal blanco se contagiaba por contacto visual, como el mal de ojo. En efecto, no era legítimo esperar una reacción distinta de alguien que, abismado en sus pensamientos, tristes, neutros, o alegres, si aún hay de éstos, veía cómo se transformaba la expresión de una persona que caminaba en su dirección, cómo se dibujaban en su rostro las señales todas del terror absoluto, y luego el grito inevitable, Estoy ciego, estoy ciego. No había nervios que resistieran. Lo peor es que las familias, sobre todo las menos numerosas, se convirtieron rápidamente en familias completas de ciegos, sin nadie que los pudiera guiar, guardar, proteger de ellos a la comunidad de vecinos con buena vista, y estaba claro que no podían esos ciegos, por mucho padre, madre e hijo que fuesen, cuidarse entre sí, o les ocurriría lo mismo que a los ciegos de la pintura, juntos caminando, juntos cayendo y juntos muriendo.
Ante esta situación, no tuvo el Gobierno más remedio que dar marcha atrás aceleradamente, ampliando los criterios que había establecido sobre lugares y espacios requisables, de lo que resultó la ocupación inmediata e improvisada de fábricas abandonadas, templos sin culto, pabellones deportivos y almacenes vacíos. Hacía ya dos días que se hablaba de montar campamentos de tiendas de campaña, añadió el viejo de la venda negra. Al principio, muy al principio, algunas organizaciones caritativas ofrecieron voluntarios para cuidar a los ciegos, hacer las camas, limpiar los retretes, lavarles la ropa, prepararles la comida, cuidados mínimos sin los que la vida resulta pronto insoportable hasta para los que ven. Los pobres voluntarios se quedaban. ciegos de inmediato, pero al menos quedaba para la historia la belleza de su gesto. Vino alguno de ellos a este manicomio, preguntó ahora el viejo de la venda negra, No, respondió la mujer del médico, no ha venido ninguno, Quizá haya sido sólo un rumor, Y la ciudad, y los transeúntes, preguntó el primer ciego, acordándose de su coche y del taxista que lo había llevado al consultorio y que luego había ayudado él a enterrar, Los transportes son un caos, respondió el viejo de la venda negra, y explicó pormenores, sucesos e incidentes. Cuando por primera vez se quedó ciego un conductor de autobús, en marcha y en plena vía pública, la gente, pese a los muertos y heridos causados por el accidente, no le prestó gran atención, por la misma razón, es decir, por la fuerza de la costumbre, que llevó al jefe de relaciones públicas de la empresa a declarar, sin más, que el accidente había sido ocasionado por un fallo humano, sin duda lamentable, pero, pensándolo bien, tan imprevisible como habría sido un infarto mortal en persona que nunca había sufrido del corazón. Nuestros empleados, explicó el jefe, y lo mismo la mecánica y los sistemas eléctricos de nuestros vehículos, son sometidos periódicamente a revisiones extremadamente rigurosas, como lo confirma, en directa y clara relación de causa a efecto, el bajísimo porcentaje de accidentes, en cómputo general, en que se han visto envueltos hasta hoy los vehículos de nuestra compañía. La profusa explicación salió en los periódicos, pero la gente tenía más en que pensar que preocuparse por un simple accidente de autobús, que a fin de cuentas no habría sido peor si se le partieran los frenos. Sin embargo ésa fue, dos días después, la auténtica causa de otro accidente, pero, así es el mundo, tiene la verdad muchas veces que disfrazarse de mentira para alcanzar sus fines, y el rumor que corrió fue que se había quedado ciego el conductor. No hubo manera de convencer al público de lo que efectivamente había acontecido, y el resultado no tardó en verse, de un momento a otro la gente dejó de utilizar los autobuses, decían que preferían quedarse ciegos antes que morir porque se hubiera quedado ciego otro. Un tercer accidente, acto seguido y por el mismo motivo, que implicaba a un autobús que no llevaba pasajeros, alentó comentarios como éste, muestra de la sabiduría popular, Mira si yo fuera dentro. No podían imaginar los que así hablaban cuánta razón tenían. Por la ceguera simultánea de los dos pilotos, no tardó un avión comercial en estrellarse e incendiarse al tomar tierra, muriendo todos los pasajeros y tripulantes, pese a que, en este caso, se encontraban en perfecto estado tanto la mecánica como la electrónica, según revelaría el examen de la caja negra, única superviviente. Una tragedia de estas dimensiones no era lo mismo que un vulgar accidente de autobús, la consecuencia fue que perdieron las últimas ilusiones quienes aún las tenían, en adelante ya no se oirá ruido alguno de motor, ninguna rueda, pequeña o grande, rápida o lenta, volverá a ponerse en movimiento. Los que antes solían quejarse de las crecientes dificultades del tráfico, peatones que a primera vista parecían ir sin rumbo cierto porque los coches, parados o andando, constantemente les cortaban el camino, conductores que, tras haber dado mil y tres vueltas hasta conseguir descubrir un lugar donde al fin aparcar el automóvil, se convertían en peatones y protestaban por las mismas razones que éstos después de haber andado reclamando por las suyas, todos ellos deberían estar ahora satisfechos, salvo por la circunstancia manifiesta de que no habiendo ya quien se atreva a conducir un vehículo, aunque sea para ir de aquí a la esquina, los coches, los camiones, las motos y hasta las bicicletas, tan discretas, aparecen caóticamente estacionados por toda la ciudad, abandonados en cualquier sitio donde el miedo haya sido más fuerte que el sentido de propiedad, como evidenciaba grotescamente aquella grúa con un automóvil medio levantado, suspendido del eje delantero, probablemente el primero en quedarse ciego había sido el conductor de la grúa. Mala para todos, la situación, para los ciegos, era catastrófica, dado que, según la expresión corriente, no podían ver dónde ponían los pies. Daba lástima verlos tropezar con los coches abandonados, uno tras otro, desollándose las pantorrillas, algunos caían y lloraban, Hay alguien ahí que me ayude a levantarme, pero los había también, brutos por la desesperación o por naturaleza propia, que blasfemaban y rechazaban la mano benemérita que acudía en su ayuda, Deje, deje, que también va a llegarle su vez, entonces el compasivo se asustaba y se iba, huía perdiéndose en el espesor de la niebla blanca, súbitamente consciente del riesgo en que su bondad le había hecho incurrir, quién sabe si para ir a perder la vista unos pasos más allá.
Así están las cosas en el mundo de fuera, acabó el viejo de la venda negra, y no lo sé todo, sólo hablo de lo que pude ver con mis propios ojos, aquí se interrumpió, hizo una pausa y corrigió inmediatamente, Con mis ojos, no, porque sólo tenía uno, ahora ni ése, es decir, sigo teniendo uno pero no me sirve.
"Ensayo sobre la ceguera", José Saramago

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