Cuando el vampiro entró en el bar, yo llevaba años esperándolo.
Desde que los vampiros habían empezado a salir del ataúd (como se suele decir medio en broma) cuatro años atrás, había estado deseando que uno viniera a Bon Temps. Si en nuestro pequeño pueblo ya teníamos a todas las demás minorías, ¿por qué no la más nueva, los muertos vivientes reconocidos por la ley? Pero, al parecer, el norte rural de Luisiana no resultaba demasiado atrayente para los vampiros. Por el contrario, Nueva Orleans era un auténtico punto focal para ellos: todo por Anne Rice, ¿verdad?
No hay tanta distancia en coche desde Bon Temps a Nueva Orleans, y todos los que venían al bar decían que, en aquella ciudad, si tirabas una pedrada a una esquina le darías a un vampiro. Solo que era mejor no hacerlo.
Pero yo estaba esperando mi propio vampiro.
Se puede decir, sin miedo a equivocarse, que no salgo mucho. Y no es porque no sea guapa. Lo soy: rubia, de ojos azules y veinticinco años, y mis
piernas son firmes, mis pechos apreciables y tengo una cintura de avispa. Tengo muy buen aspecto con el uniforme de camarera de verano que nos dio Sam: pantaloncitos negros, camiseta y calcetines blancos y unas Nike negras.
Pero tengo una discapacidad. O al menos yo trato de considerarla así. Los clientes del bar simplemente dicen que estoy loca.
En cualquier caso, el resultado es que casi nunca tengo una cita. Así que cualquier detalle es muy importante para mí. Y él se sentó en una de mis mesas: el vampiro. Supe de inmediato lo que era. Me sorprendió que nadie más se girara para contemplarlo. ¡No se daban cuenta! Pero vi que su piel resplandecía levemente y estuve segura.
Podría haber bailado de alegría, y de hecho me marqué unos pasos junto a la barra. Sam Merlotte, mi jefe, alzó la mirada del cóctel que estaba mezclando y me dedicó una leve sonrisa. Cogí una bandeja y el bloc y me dirigí a la mesa del vampiro. Confié en que mi pintalabios se mantuviera todavía en su sitio y la coleta estuviera bien puesta. Soy bastante nerviosa, y noté que una sonrisa me tiraba hacia arriba de las comisuras de los labios.
Él parecía perdido en sus pensamientos, así que pude echarle un buen vistazo antes de que alzara la mirada. Calculé que rondaba el metro ochenta. Tenía el pelo castaño y largo, peinado recto hacia atrás; le llegaba hasta el cuello y sus largas patillas parecían de alguna manera anticuadas.
Era pálido, por supuesto; de hecho estaba muerto, si uno hace caso a las viejas leyendas. La teoría políticamente correcta, la que los propios vampiros respaldan en público, afirma que aquel chico fue víctima de un virus que lo dejó en apariencia muerto durante un par de días y, a partir de ese momento, alérgico a la luz del sol, a la plata y al ajo. Los detalles dependían del periódico que escogieras: en aquellos días, estaban llenos de artículos sobre vampiros.
El caso es que tenía unos labios adorables, esculpidos con delicadeza, y cejas oscuras y arqueadas. Su nariz surgía de forma súbita justo entre los arcos, como la de un príncipe de un mosaico bizantino. Cuando al fin alzó la vista, descubrí que sus iris eran incluso más oscuros que su pelo, y la córnea de los ojos extraordinariamente blanca.
—¿En qué puedo servirle? —le pregunté, tan feliz que casi me era imposible articular palabra. Él alzó las cejas.
—¿Tenéis sangre sintética embotellada? —preguntó.
—¡No, lo siento! Sam encargó algunas botellas, deberían llegar la semana que viene.
—Entonces vino tinto, por favor —dijo con una voz fina y clara, como un riachuelo sobre piedras alisadas. Me reí en voz alta, pues era demasiado perfecta.
—No se enfade con Sookie, señor, está loca —intervino una voz familiar desde el reservado que había junto a la pared. Toda mi alegría se desinfló, aunque pude notar que la sonrisa aún tensaba mis labios. El vampiro me miraba fijamente, contemplando la vida que desaparecía de mi cara.
—Le traeré su vino de inmediato —dije, y me alejé con grandes zancadas, sin mirar siquiera el rostro engreído de Mack Rattray. Iba al bar casi cada noche; él y su esposa Denise. Yo los llamaba la Pareja Rata. Habían hecho todo lo posible por hacerme la vida miserable desde que se trasladaron a la caravana de alquiler en Four Tracks Corner. Por aquel entonces abrigaba la esperanza de que se largaran de Bon Temps tan de improviso como habían venido.
Desde que los vampiros habían empezado a salir del ataúd (como se suele decir medio en broma) cuatro años atrás, había estado deseando que uno viniera a Bon Temps. Si en nuestro pequeño pueblo ya teníamos a todas las demás minorías, ¿por qué no la más nueva, los muertos vivientes reconocidos por la ley? Pero, al parecer, el norte rural de Luisiana no resultaba demasiado atrayente para los vampiros. Por el contrario, Nueva Orleans era un auténtico punto focal para ellos: todo por Anne Rice, ¿verdad?
No hay tanta distancia en coche desde Bon Temps a Nueva Orleans, y todos los que venían al bar decían que, en aquella ciudad, si tirabas una pedrada a una esquina le darías a un vampiro. Solo que era mejor no hacerlo.
Pero yo estaba esperando mi propio vampiro.
Se puede decir, sin miedo a equivocarse, que no salgo mucho. Y no es porque no sea guapa. Lo soy: rubia, de ojos azules y veinticinco años, y mis
piernas son firmes, mis pechos apreciables y tengo una cintura de avispa. Tengo muy buen aspecto con el uniforme de camarera de verano que nos dio Sam: pantaloncitos negros, camiseta y calcetines blancos y unas Nike negras.
Pero tengo una discapacidad. O al menos yo trato de considerarla así. Los clientes del bar simplemente dicen que estoy loca.
En cualquier caso, el resultado es que casi nunca tengo una cita. Así que cualquier detalle es muy importante para mí. Y él se sentó en una de mis mesas: el vampiro. Supe de inmediato lo que era. Me sorprendió que nadie más se girara para contemplarlo. ¡No se daban cuenta! Pero vi que su piel resplandecía levemente y estuve segura.
Podría haber bailado de alegría, y de hecho me marqué unos pasos junto a la barra. Sam Merlotte, mi jefe, alzó la mirada del cóctel que estaba mezclando y me dedicó una leve sonrisa. Cogí una bandeja y el bloc y me dirigí a la mesa del vampiro. Confié en que mi pintalabios se mantuviera todavía en su sitio y la coleta estuviera bien puesta. Soy bastante nerviosa, y noté que una sonrisa me tiraba hacia arriba de las comisuras de los labios.
Él parecía perdido en sus pensamientos, así que pude echarle un buen vistazo antes de que alzara la mirada. Calculé que rondaba el metro ochenta. Tenía el pelo castaño y largo, peinado recto hacia atrás; le llegaba hasta el cuello y sus largas patillas parecían de alguna manera anticuadas.
Era pálido, por supuesto; de hecho estaba muerto, si uno hace caso a las viejas leyendas. La teoría políticamente correcta, la que los propios vampiros respaldan en público, afirma que aquel chico fue víctima de un virus que lo dejó en apariencia muerto durante un par de días y, a partir de ese momento, alérgico a la luz del sol, a la plata y al ajo. Los detalles dependían del periódico que escogieras: en aquellos días, estaban llenos de artículos sobre vampiros.
El caso es que tenía unos labios adorables, esculpidos con delicadeza, y cejas oscuras y arqueadas. Su nariz surgía de forma súbita justo entre los arcos, como la de un príncipe de un mosaico bizantino. Cuando al fin alzó la vista, descubrí que sus iris eran incluso más oscuros que su pelo, y la córnea de los ojos extraordinariamente blanca.
—¿En qué puedo servirle? —le pregunté, tan feliz que casi me era imposible articular palabra. Él alzó las cejas.
—¿Tenéis sangre sintética embotellada? —preguntó.
—¡No, lo siento! Sam encargó algunas botellas, deberían llegar la semana que viene.
—Entonces vino tinto, por favor —dijo con una voz fina y clara, como un riachuelo sobre piedras alisadas. Me reí en voz alta, pues era demasiado perfecta.
—No se enfade con Sookie, señor, está loca —intervino una voz familiar desde el reservado que había junto a la pared. Toda mi alegría se desinfló, aunque pude notar que la sonrisa aún tensaba mis labios. El vampiro me miraba fijamente, contemplando la vida que desaparecía de mi cara.
—Le traeré su vino de inmediato —dije, y me alejé con grandes zancadas, sin mirar siquiera el rostro engreído de Mack Rattray. Iba al bar casi cada noche; él y su esposa Denise. Yo los llamaba la Pareja Rata. Habían hecho todo lo posible por hacerme la vida miserable desde que se trasladaron a la caravana de alquiler en Four Tracks Corner. Por aquel entonces abrigaba la esperanza de que se largaran de Bon Temps tan de improviso como habían venido.
"Muerto hasta el anochecer", Charlaine Harris,
versionada por cierto para la televisión en la serie: "True blood"
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