jueves, 29 de enero de 2009

Prólogo

Estaba atada con correas de cuero a una estrecha litera con una estructura de acero templado. El correaje le oprimía el tórax. Se hallaba boca arriba. Tenía las manos esposadas paralelamente al cuerpo. Hacía mucho tiempo que había desistido de todo intento de soltarse. Estaba despierta pero con los ojos cerrados. Si los abriera sólo vería la oscuridad; la única luz existente era un tímido rayo que se filtraba por encima de la puerta. Tenía mal sabor de boca y ansiaba lavarse los dientes.
Una parte de su conciencia aguardaba el sonido de unos pasos que anunciaran la llegada de él. Ignoraba qué hora de la noche era, pero le parecía que empezaba a ser demasiado tarde para que él la visitara. Una repentina vibración de la cama le hizo abrir los ojos. Era como si una máquina se hubiese puesto en marcha en algún lugar del edificio. Unos segundos después ya no estaba segura de si se trataba de un ruido real o de si se lo había imaginado.
Tachó un día más en su mente. Era el número cuarenta y tres de su cautiverio. Le picaba la nariz y giró la cabeza de tal manera que pudo rascarse contra la almohada. Sudaba. En la habitación hacía calor y el aire resultaba sofocante.

Llevaba un sencillo camisón que se le arrugaba en la espalda. Al mover la cadera pudo atrapar la prenda con los dedos índice y corazón para irla bajando, centímetro a centímetro, por uno de los lados. Repitió el procedimiento con la otra mano. Pero el camisón presentaba todavía un pliegue en la parte inferior de la espalda. El colchón estaba arrugado y no era nada confortable. A causa de su absoluto aislamiento, todas las pequeñas impresiones, en las que en otras circunstancias no habría reparado, se intensificaban considerablemente. El correaje estaba lo bastante flojo como para que pudiera cambiar de postura y ponerse de lado, pero le resultaba incómodo, ya que entonces debía tener una mano en la espalda y se le dormía el brazo.
No tenía miedo. En cambio, sentía una rabia contenida cada vez mayor. Al mismo tiempo, le atormentaban sus propios pensamientos, que se transformaban constantemente en desagradables fantasías sobre lo que iba a ser de ella. Odiaba esa forzada indefensión. Por mucho que intentara concentrarse en otra cosa para pasar el tiempo y olvidarse de su situación, la angustia siempre acababa por aflorar. Flotaba en el aire como una nube de gas que amenazaba
con penetrar por sus poros y envenenar su existencia.
Había descubierto que la mejor manera de mantener alejada esa angustia era imaginándose algo que le transmitiera una sensación de fuerza. Cerró los ojos y evocó el olor a gasolina.
-
Él estaba sentado en un coche con la ventanilla bajada.
Ella se acercó corriendo, echó la gasolina al interior y encendió una cerilla. Fue cuestión de segundos. Las llamas surgieron en el acto. Él se retorcía de dolor mientras ella oía sus
gritos de horror y sufrimiento. También pudo sentir el olor de la carne quemada y otro más intenso, a plástico y espuma, producido por los asientos, que se estaban carbonizando.

La chica que soñaba
con una cerilla
y un bidón de gasolina
Stieg Larsson

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