viernes, 11 de diciembre de 2009

¡Ella estaba allí!

Vestía una túnica blanca de seda transparente. Su desnudez era estatuaria, fríamente perfecta, excitable, sus ojos y su boca poseían la fascinación de los misterios por los que todo ser humano entregaría la vida. El mensaje insondable*, a la vez que retador, erizó cada vello de mi cuerpo, confirió claridad a mi mente, hizo que mis brazos temblasen y llevó a mis genitales las palpitaciones del deseo. Sin embargo, me era imposible realizar movimiento alguno.

Con los párpados abiertos exageradamente, las pupilas inmovilizadas y los iris convertidos en espejos llenos de su imagen, supe que yo era la sumisión y Ella la acción dominadora, mi dueña.

Se detuvo a mi lado. Su fascinación me deslumbraba sin forzarme a cerrar los ojos. Olía a unas flores que no supe identificar pero que embriagaban. Elevó su diestra, de dedos largos y blanquísimos y movió ligeramente mi mentón hacia la derecha. La piel del cuello se entregó a vibrar en una irresistible llamada de deseo, como si adivinara antes que mi cerebro lo que iba a suceder.

Con el rabillo del ojo contemplé cómo la boca de Verónica se abría voluptuosamente, cómo su lengua producía un chasquido de glotonería y cómo aparecían sus caninos, afilados y sobresalientes cual dagas diminutas.

Lentamente, en un proceso similar al de la penetración masculina en el coito, sus armas incisivas se aproximaron a los punto de perforación.

¡Sentí un dolor doble, agudo y muy breve y enseguida Ella se entregó a sorber y a chupar, porque mi sangre manaba de las heridas como un manantial virgen que necesitaba abandonar el subsuelo!

A medida que Verónica se apoderaba de mi líquido vital, yo acusaba el enervamiento propio del acto sexual, porque todo mi sistema nervioso estaba gozando con la entrega.

De pronto me creció una tromba de fuego en las ingles, fruto de los pequeños eructos de satisfacción que mi dueña estaba soltando. Y eyaculé cuando volví a sentir la entrada de sus dientes en mi cuello. Luego, en una entrega fuera de toda valoración humana, continué aceptando la transfusión que le estaba brindando a cambio de un incontrolado placer carnal, siendo consciente de que esas eran las "satisfacciones" que yo merecía...

Unos segundos después de que Ella cesara de morder en mi cuello, abandonando la succión de mi sangre, recuerdo que volví a perder el conocimiento. Ahora me resulta imposible cuantificar los "orgasmos de sangre" que llegué a conquistar en aquel instante sublime...

"Orgasmos de Sangre", de Carter Scott
*"yo estaré aquí para ofrecerle todas las satisfacciones que merece la amistad que usted acaba de ofrecerme"

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